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PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN
Las cumbias sonideras y los tragos de bacacho acompasaron mi nacimiento casi tanto como el chocolate de agua y la calenda el día de mi bautizo; sin embargo, no me atrevería a decir que nuestras fiestas estilo vecindad duran tres días por los mismos motivos que las mayordomías oaxaqueñas. Soy una persona que no es de aquí ni de allá: mi cosmovisión se intercala entre la mística chilanga y la jerga oaxaqueña, lo cual es curioso porque mis historias las narro con modismos cantaditos. A pesar de esta ambigüedad, los escenarios planteados acerca de la Central y las carreras corridas sobre el Andador por la banda underground de Oaxaca, esparcidas como mitos de la tradición oral, me parecen más cercanas -e incluso carnales- que cualquier historia familiar.
Pero ¿qué es el under?, o más bien, ¿quién? ¿Quiénes tenemos el derecho de ser nombrados así? Y sobre todo, ¿qué tan honorable es esta condecoración? Demasiado fresa para el barrio, demasiado barrio para los fresas es la dicotomía sobre la que oscilamos nosotros los “jóvenes constructores del futuro”, vástagos de los pueblerinos urbanos que no sabemos a qué costal pertenecemos, arrojados sobre un mundo en el que nuestra existencia es un pecado y no hay quien nos salve más que nosotros mismos… o en su defecto, el “ya entenderás cuando crezcas”. Como jóvenes se nos ha depositado el mismo peso dicotómico (he ahí la tendencia a la descripción de nuestra “especie” con un carácter jovial oriundo) que acentúa nuestras fallas con el fin de construir obreros que trabajen para y dentro del status quo.
Lo que veo en los personajes de Centraleros, en las acartonadas escenografías masticadas cotidianamente con un dejo de hastío a manera de tortura por la supervivencia y en la nostalgia que provoca imaginarse alebrijes de colores aguardando a estallar entre las esquinas, es mi retrato y el de mi amigo Rigo jugando a ser adultos sobre la barda marginal confundida con bohemia, es el rostro de niño confundido de un estimadísimo camarada que vivía en la Central mientras distinguía entre las estrellas y los faros de los coches, es la voz de aquella chica escondida tras el mostrador mencionada como adorno por un tal por cual. Es a su vez, mi voz, la voz de un muerto -un ente muerto- y la voz de todas las generaciones que nos preceden que intentan esconderse entre los renglones de la ley del más fuerte.
Yo llegué a Centraleros buscando libros reales en una librería real: una mesa, una suerte de techo y una alfombra ambulante extendida como lengua para que los curiosos y valientes la degustasen. Esa librería sabía a Oaxaca, a mercado, a epicentro, a central. En esta humilde novela (a pesar de que sus características fisiológicas son dignas de pertenecer a un librero con aval profesional, prefirió codearse con su materia prima: el papel, el polvo y el suelo) encontré la literatura que quería leer, escuchar y escribir, una historia compuesta por un puño y letra de arteria punzante al borde de la hemorragia o el hematoma, personajes más sinceros que el discurso donde se proyecta la fábula del “súper yo” del autor y la valentía suicida para hablar con cinismo sin tratar a su novela como álter ego o a los espectadores como tontos, explicando tonos de piel que jamás han entendido de quemaduras.
Creí y creo imprescindible haber hecho este preámbulo puesto que mi comisión fue desglosar la importancia de este libro sobre mí y la literatura mexicana (modestamente) y yo estaba dispuesta a aprovechar cualquier pretexto para mostrar mi fanatismo por esta obra. Por eso, este prólogo trata sobre mí, sobre cómo a una chica tan lejana de ser centralera o un intelectual pasando sus treinta le pudo apasionar tanto la podredumbre (la exquisita podredumbre) que despide este libro. Y es que esta historia no puede tratar de otra cosa que no seamos nosotros mismos, pues si no somos los personajes ni personalidades, somos el reflejo de la pestilencia que los envuelve y consume. Centraleros nos pide que veamos dentro de nosotros, como monigotes del sistema y pecadores en busca del flagelo o el verdugo, porque necesitamos lecturas reales que nos tomen en serio, que no conviertan la marginalidad en espectáculo ni carnicería sino en un escenario más que también tiene historias dignas de ser contadas por el mero hecho de que la realidad supera la ficción y que estamos vivos. Y quien se atreva a vivir en el mundo de Centraleros es porque está dispuesto a no ser él mismo, a realizar el viaje del héroe y correr el riesgo de volver como villano, peón o una partícula más que ensambla este algo más grande llamado periferia, lo cual no es precisamente malo: sólo es parte de ser un centralero y más allá.
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