A continuación reproducimos el primer capítulo de la novela Centraleros de Antonio Pacheco Zárate. Consigue tu ejemplar en línea aquí: https://www.editorialmatanga.com/tienda/centraleros/
1
El pueblito
© 2021 Antonio Pacheco Zárate, Matanga Taller-Editorial. Todos los derechos reservados.
Una joven con minifalda pone dos cervezas sobre la mesa de plástico, cuya superficie revela que el cenicero pocas veces ha llegado a tiempo. En medio hay un percudido salero de vidrio y un plato lleno de cacahuates. La joven sonríe a Brandon y le acaricia las orejas antes de volver a la barra. Él siente la frialdad de la escarcha que ella tenía en los dedos.
—Salud, jomi —dice Emilio.
Brandon lo mira a los ojos. Levanta la cerveza. El reducido espacio de la cantina huele a albahaca. Sobre la repisa de madera, una veladora eléctrica ilumina la imagen de san Judas Tadeo. En la pantalla del televisor, una mujer, bengala en mano y sin deshacerse de los tacones, huye de un dinosaurio. En la rocola, Cartel de Santa canta Mi chiquita.
—Tu oreja se puso bien roja, ese —dice Emilio y se acomoda la gorra. La camiseta sin mangas le marca el pecho y resalta los músculos—. Me cae que esa vieja te paró la verga nomás con tocarte.
—De vergas sabes más tú que yo.
—De culos, jomi —dice Emilio y mira el vaivén de las portezuelas de la entrada.
También a Leticia le gusta acariciarle las orejas, mordérselas despacio, a sabiendas de su erección inmediata. Leticia es la hija del dueño de la bodega donde él trabaja. Tiene diecisiete años, la misma edad que tendría Martín. Él y Emilio tienen diecinueve. Un hombre asoma la cara por encima de las portezuelas y se va. Brandon sabe que si no fue aquí en el Naila, será en otra cantina donde halle la distracción que busca. Los chavos que conoce en la Central de Abastos tienen dos opciones de entretenimiento en su día de descanso: futbol o alcohol. Y ganar o perder en el futbol los hace festejar o resignarse con alcohol. Por las conversaciones que mantiene con ellos, deduce que algo similar ocurre en los pueblos de donde provienen. Oaxaca, piensa, es una jaula de alebrijes mitad pavorreal, mitad murciélago, con un plumaje multicolor tornasolado para los turistas, alas de piel negra y garras afiladas para el resto. Su vida transcurre bajo la parte murciélago, lejos del caserío levantado en un pasado que la ciudad presume glorioso, de los adobes y canteras, entre calles sucias y malolientes por donde la urbe se extiende desordenada sobre cualquier superficie. En este callejón hay un bar enseguida de otro. A esta zona la llaman el pueblito. Don Jorge le contó que era el nombre de una de las cantinas. Doña Julia, la abuela patrona, le dijo que lo llaman así porque es un pueblo pequeño que en lugar de viviendas tiene bares. A sus puertas, las meseras invitan a los hombres a entrar y los travestis los piropean. Desde la mesa, mientras Emilio mira boquiabierto el televisor, escucha gritar a uno de ellos: ¡Chamaco, ven!
Vuelve a tocarse las orejas y piensa en Leticia. Por las tardes, ella atiende la caja de cobro en la bodega; por las mañanas asiste al colegio. Hace tiempo le contó que a él, por disposición de su abuela, le asignan los trabajos que requieren menor esfuerzo físico. Supone que a la señora le agradó su apariencia: piel blanca, cabello rizado —como el de su madre—, facciones finas. Los clientes lo creen el hijo del patrón y le piden descuentos en los precios. Doña Julia nunca le aclara a nadie que él es un empleado.
La bodega, propiedad de la familia de Leticia, se construyó hace medio siglo cuando lo que hoy es la Central de Abastos era un extenso terreno baldío, y es similar a una vecindad: dos niveles, un patio amplio —que él evoca siempre con una fuente en medio, aunque no hay ni hubo una— y varios cuartos donde almacenan los granos. Cada que el padre y el hermano de ella salen a comprar o entregar mercancía, y doña Julia se embelesa con la barra de telenovelas o se sienta a conversar con sus clientes, él se escabulle al cuarto de la fruta deshidratada. Ahí lo alcanza Leticia, usando de pretexto sus frecuentes visitas al baño por su exagerado consumo de agua, y a prisa le muerde las orejas y le introduce la mano en la bragueta. A veces, él le mete trocitos de fruta entre las bragas o en la vagina. Se hinca, los atrapa con los labios y los devora. Si pueden hacer más, tienen que hacerlo de pie, tras la puerta, observando uno los gestos del otro como le gusta a él, presurosos, entre resoplidos y besos apurados, aguzando el oído para apartarse a tiempo ante cualquier ruido cercano.Cerca, porque ruidos lejanos y constantes siempre hay, y aunque concentrados en hacer y no en hablar, las voces llegan nítidas. En más de una ocasión, él ha eyaculado escuchando a una mujer que grita: ¡Empanaadaaaaaaas! ¡Empanadas de Ocotlááááááán! O los albures a gritos de los carpinteros del taller en la casa de al lado.
—¡Pásame el metro!
—¿No quieres nomás veinte centímetros?
—Sí, pero de hoyo.
—Préstame atención.
No imagina a su padre albureando a sus amigos. Cuando estos lo visitaban, él solía mostrarse mesurado, correcto. Quizá porque su madre lo había convencido de que tenía las influencias para conseguirle un cargo político y debía cuidar su imagen. Lo que te den al inicio es lo de menos, le dijo cuando logró que lo integraran al equipo de campaña de un candidato a diputado. Lo que importa es que te hagas visible.
—Supongo que sigue con esa vieja por la que nos dejó —le dice a Emilio, quien a su voz aparta la vista de los dinosaurios.
—Simón, me contaste que tiene otra familia.
—Pero no lo culpo. Sigo sin entender qué lo hizo fijarse en una mujer como mi madre. Bueno, finalmente no es más que un pendejo, porque la vieja con la que se fue es la misma clase de basura.
Ha pasado casi un año desde que Brandon abandonó su casa, el mismo tiempo que tiene Martín de fallecido. Desde entonces, no sabe nada de sus padres y muy poco de sus antiguos amigos y conocidos. No ha cerrado su cuenta de Facebook para que su madre no pueda convencer a nadie de que está perdido y no hallar sus fotografías pegadas en los postes de luz, pero ingresa con poca frecuencia y, cuando lo hace, sólo actualiza la foto de perfil o comparte algún meme. A los comentarios en sus publicaciones, o a las preguntas de “¿Dónde andas?” o “¿Cuándo te dejas ver?”, responde con ironías o evasivas. O respondía, porque con el tiempo, poco a poco, todos parecen ir olvidándose de él.
—Tus jefes no han de tener idea de en qué chambeas, jomi.
—Han de pensar que trabajo de gerente. —Los dos ríen—. Con eso de que se creen de clase media. Sobre todo mi madre, porque tiene la consultoría. Es vendedora de seguros, pues, pero se siente banquera la pendeja.
—Si yo fuera tú, jomi, le pediría chamba a mi jefe. Dicen que en gobierno se gana bien.
—Nel, y de todos modos no creo que pudiera ayudarme. Sus sueños políticos se redujeron a ser el gato de otro gato.
—Pero dirá que algo es algo.
—Pues sí, tal vez lo haga feliz rascarse las pelotas el día entero detrás de un escritorio y presumir amistades para sentirse importante. Pero creo que aparentaba más caché cuando teníamos el restaurante, según muy nais, pero pues valió verga.
—Si tenían un restaurante nais, sí son riquillos, jomi.
—Hasta crees. Para ponerlo embarcaron a un amigo de mi papá y el zonzo aceptó sacar el préstamo a su nombre. Por eso empezaron las broncas cuando no pudieron seguir pagando, porque él no quería quedar mal con el amigo y a mi mamá le valía.
—¿Y en qué quedaron?
—Mi mamá no quiso deshacerse de nada que se pudiera vender. Mi papá consiguió parte del dinero. Luego se hizo wey con lo demás.
—Pintas a tu jefe muy así, ese, no sé, como muy mandilón —dice escogiendo cacahuates en el plato.
—Su único acto valiente en la vida fue dejarnos. Pero se llevó la manía de presumir lo que no tiene. Por eso digo que si me supieran de chalán en una bodega, a los dos les daría un retorcijón del coraje.
Lo más difícil para Brandon cuando comenzó a trabajar era levantarse temprano sin la posibilidad de reponer el sueño en un salón de clases. Aunque el relajo que arman sus compañeros durante la faena le recuerda al de sus amigos en el colegio. Dicen que los putos paran el culo cuando les agarran aquí, le dijo Fabián a pocos días de conocerlo y verlo en bóxer en el vestidor, y le dio un rápido apretón de bolas que lo obligó a arquear el cuerpo y, por ende, a parar el culo.Los demás rieron a carcajadas.
El vestidor fue un cuarto de baño hace tiempo. Tiene una regadera averiada y un enorme espejo rectangular, opaco y roto. Tres cajones de madera sirven de sillas que utilizan por turnos. Mientras alguien se peina frente al espejo, otro se sienta a amarrarse las agujetas del calzado; cuando éste se levanta, alguien más espera ahí lo que haya que esperar. Se cuidan todo el tiempo de no recibir pellizcos en el trasero o en los pezones, lo que sucede siempre que no descubran que la víctima, o el victimario, encuentra placer en ello, porque entonces lo excluyen. Como a Monarca.
Lo apodaban Monarca en lugar de mariposa monarca, que les resultaba largo, y para tampoco decirle solamente Mariposa, que podía resultar ofensivo, y lo respetaban porque tenía una profesión. Los apodos con que suelen nombrarse unos a otros en la bodega a él le parecen insulsos: Alejandro Fernández, Fabiruchis, don Jorge Salinas, Leticia Calderón y otros tantos nombres de la farándula que desconoce hasta que alguien le muestra las fotos en el TVNotas que doña Julia compra religiosamente los martes. Y no escapa ni ella, la abuela patrona, a quien en voz baja llaman: doña Juliona Álvarez.
A Monarca —no recuerda su nombre verdadero— lo contrataron de contador y le dieron las llaves de la bodega porque era el más puntual. Llegaba diario muy perfumado y vistiendo ropa de marca, el pelo húmedo. Lo integraron a sus juegos, pero cuando descubrieron que era homosexual lo siguieron provocando sin tocarlo ni dejarse tocar. O al menos eso sucedía en grupo; a solas, la situación podía cambiar. Como sucedió con Alejandro, que un sábado invitó a Monarca al pueblito.
—Para sacarle las chelas —les dijo en el vestidor y se pasó el desodorante por las axilas.
—Y para que él te saque los mocos, qué te haces pendejo —dijo Fabián.
—¡Ni madres! —replicó.
Salieron todos al patio. Alejandro entró a la tienda de menudeo por la puerta lateral a cobrar su sueldo de la semana. A través del portón, Brandon vio a Monarca en la banqueta. Tecleaba en el celular; quizá pretendía fingir que se irían juntos por casualidad.
Paco, el hermano de Leticia, les contó el lunes en la mañana, cuando ni Alejandro ni Monarca estaban presentes, que él y su padre habían ido un día antes a la bodega a recoger la mercancía que llevarían a Miahuatlán.
—Y no mamen, los encontramos durmiendo desnudos en el cuarto del maíz.
—¡Ah, no chingues! —exclamó Fabián, las cejas arqueadas.
Quisieron conocer detalles.
—Había condones regados por todos lados —dijo Paco.
—¿Y se acostaron en el suelo, o qué?
—Ajá, tendieron unos costales y ahí.
Monarca y Alejandro se presentaron tal vez confiados en que no habría represalias porque, según el relato de Paco, su padre se había limitado a decirles: Ya ni la chingan, cabrones, y salió a prisa. Don Jorge trata a sus empleados como un compañero de trabajo; los solapa porque suele repetir que su familia, como ellos, empezó desde abajo.
Aquel lunes, en cuanto doña Julia llegó le dijo a uno de los empleados:
—Dile al mampo ese que venga.
Y desde su silla Acapulco, con los brazos cruzados, rodeada de costales de avena y arroz, envió a Monarca a comprar una solicitud de empleo.
—Siéntate —le ordenó cuando regresó.
Empezó entonces la reprimenda que Monarca escuchó con la mirada en el suelo, y durante la que doña Julia fue subiendo el tono de voz conforme avanzaba en su discurso sobre las buenas costumbres y los deberes de los empleados, reafirmando lo que todos saben: que ahí ella tiene la primera y última palabra.
—A mí esas chingaderas no me gustan —le dijo—, así que rellenas esa solicitud y te vas a buscar trabajo a ver dónde, porque aquí no te quiero volver a ver.
Lo vieron salir de la tienda en silencio, sin defenderse, sin insultar. Brandon se preguntó por qué la señora lo había obligado a escucharla si tenía decidido que lo iba a despedir, y por qué Monarca se había ido sin soltar lo propio.
—No lo corrí por puto, que eso lo supe nada más con verlo la primera vez —les dijo después la corpulenta señora, mientras sostenía un costal en el que Brandon acomodaba placas de panela—. Lo corrí porque abusó de nuestra confianza. Él es libre de hacer sus cochinadas, pero en un hotel o en el río, que aquí les quedaba bastante cerca. No en el sitio de trabajo, que es sagrado.
—¿Y a Alejandro por qué no lo corrió? —preguntó Fabián. Brandon notó malicia en la pregunta más que curiosidad.
—Pues porque el pobre no tiene la culpa —respondió—. Alejandro tiene su mujer, sus hijos. No es puto. El putito cochino ese, quién sabe qué le hizo para engatusarlo.
El comentario de Alejandro fue parecido.
—Se pasó de verga la pinche Monarca. Neta que ni me acuerdo de nada.
Brandon hizo conjeturas, pero no comentarios.
—¿Y quién se cogió a quién? —le preguntaban a Alejandro en los siguientes días.
—Nadie, porque estábamos esperando a tu hermana.
—¿Qué tal la chupa Monarquita, Ale?
—La chupa mejor tu mamá, wey.
Hasta que Fabián recibió el botellazo de una mesera en una cantina y pasó a ser el nuevo blanco de burlas.
Brandon bebe la cuarta cerveza. Estira las piernas y accidentalmente choca sus tenis con los de Emilio, que de nuevo ha puesto su atención en los dinosaurios de la pantalla. Recula los pies enseguida y le observa la nariz; envidia la curvatura estilizada de las aletas nasales, una especie de signo de interrogación postrado. Se llama Emilio, pero le sabe varios apodos que, aunque acepta, es notorio que no le agradan y por eso no se los repite. A él siempre lo han llamado Brandon, y su nombre es motivo de burlas desde niño. Cuando cursaba el tercero de secundaria, uno de los profesores le dijo después de mencionarlo en el pase de lista: Si les ponen nombres anglosajones deberían ponerles dos. Uno sonaría a apellido. ¿Qué tal Brandon Brad en lugar de Brandon Sánchez? Escuchó las risas y fingió la propia, pero le rompió el parabrisas al final del ciclo escolar, cuando resultaba difícil que sospecharan de él porque el profesor había hecho escarnio ya de varios más.
Otros dicen desconocer la pronunciación y lo llaman Breindon: Breindon Sánchez.
—Lo mismo que les hacen a los “Braians”, pero al revés —le dice a Emilio, que al sonido de su voz vuelve a ignorar la pantalla—. A ellos se los pronuncian como se escribe. La cosa es chingar, castigarnos por un nombre que no elegimos.
—¿Y por qué te pusieron así, pues?
—Porque la pendeja así quiso —responde. Supone que Emilio sabe a quién se refiere.
Su nombre es uno de los tantos motivos del rechazo que siente por su madre. A ella parecían divertirle los reproches. Brandon suena precioso. Lo que lo afea es el Sánchez, que se lo debes al corriente de tu padre. Pero deja, voy a platicar con un amigo que es abogado para que tengas el Rivera como primer apellido. Mientras, dile a los prietos esos que se burlan de ti que ya quisieran tener un nombre tan bonito y, más que nada, tu color de piel y tus facciones para justificarlo.
No sabe qué salvó a su hermano de un nombre similar. Aunque Martín siempre le pareció distinto en todo y a todos en la familia.
—Tienes ojos de muñeco —le decía su abuela.
—Y cuerpo de lombriz —completaba Brandon.
Martín no acostumbraba discutir. No por debilidad como su padre, pero prefería llevar la fiesta en paz, a menos que su orgullo, o su sentido de justicia, estuviese de por medio. Tenía el semblante de un adolescente adormilado y sus gestos transparentaban con facilidad sus emociones. Solía mostrarse afectuoso con la gente conocida. Recuerda aún el comentario que la cuñada de su padre le hizo a la abuela en una ocasión en que Martín le diera un abrazo espontáneo: Nada que ver con la madre.
Resbala el cuerpo en la silla de plástico. Da una bocanada al cigarro y bebe un trago largo. Emilio pide otras dos cervezas.
—Yo pago —dice Brandon.
Emilio levanta la mano; chocan los dedos y luego los puños.
¿Por qué te llevas con ese malilla?, le preguntó Fabián hace unos meses. Él encogió los hombros, aunque estuvo a punto de responder: Porque ambos somos unos malparidos.
—¿Sabes por qué decidieron engendrarnos, Emilio? —le pregunta.
Emilio parece indagar en la transparencia de la cerveza.
—¡Exacto! —dice Brandon—. Igual que tú ahora, nunca tuvieron puta idea.
Brandon sabe que cualquiera, el mismo Emilio, supondría una casualidad el modo en que se conocieron en el Naila hace casi un año. Pero él, que no cree en las casualidades, piensa que la gente debería inferir siempre un porqué en cada suceso. Aquella noche, Emilio se levantó en dirección al baño; Brandon hizo lo mismo. En el espacio de un metro cuadrado, donde caben muy pegados un mingitorio y una taza, Brandon sacó una bolsita de coca y el llavero. Embarró la punta de la llave con polvo y aspiró.
—Saca, ¿no? —le dijo Emilio desde el mingitorio, sin gesto alguno.
Brandon pensó que Emilio era de los que pedían las cosas a la buena, pero que si no lo obedecían lo tomaba a la mala. Le entregó el polvo y el llavero. Emilio aspiró y le devolvió el resto. Cada uno siguió en lo suyo, pero cuando un rato después Brandon regresó al baño, Emilio lo hizo también.
—Invítame la otra, jomi —le dijo—. Al ratón te la repongo.
—No hay pedo.
Un hombre mayor entró a la cantina en el transcurso de aquella noche. Emilio conversó con él durante unos minutos y se fueron juntos. Brandon lo miró a la espera de un adiós que no llegó. Lo volvió a encontrar a los pocos días en uno de los pasillos del mercado, entre un grupo de personas en torno a dos mujeres que se tenían atrapadas de los cabellos. Un niño, hijo de una de ellas probablemente, lloraba asustado. Emilio miraba convertido en una tortuga que estiraba el cuello a derecha e izquierda.
—¡Chismoso! —le gritó y detuvo el diablo cargado de costales de garbanzo cerca de donde un hombre deshacía cajas de cartón sin perder de vista el pleito.
Chocaron los puños.
—¿Qué pasó? —preguntó Brandon y señaló a las mujeres con la mirada.
—¡Quién sabe, ese! Acabo de llegar.
La primera vez que él presenció una pelea en la Central de Abastos, fue a regañadientes. Había visto salir a los demás estibadores, que ni bien oyen gritos abandonan lo que estén haciendo y corren al lugar del escándalo, pero él siguió embolsando azúcar.
—Anda, m՚ijo. Ve a ver qué pasó y me cuentas —le dijo doña Julia.
—Me da vergüenza. Al rato le dice a los otros que le hagan la reseña.
—Ay, qué vergüenza ni qué vergüenza. Con las tres palabras que esos se saben, ni chiste tienen para contar las cosas. Tú, por el contrario, hablas muy chulito, m՚ijo, como esos locutores de la radio. ¡Anda, corre, ve a ver!
Volvió con un detallado relato que ella agradeció. Piensa en la dupla que harían doña Julia y su madre: la señora a la que le fascina conocer detalles de las vidas ajenas y la que, para presumir, se inventa la idónea. A su madre le basta ser presentada con cualquier político para a la menor oportunidad dar a entender que es gran conocida de él. O así era cuando vivía con ella. Si tenía la suerte, y la tenía, de que algún cliente la llevara a la fiesta de un adinerado, exprimía esa anécdota o la convertía en la referencia de cuanto pudiera para hacerle creer a los demás que aquellas invitaciones eran comunes y provenían directamente del anfitrión. También fincaba su generosidad en esa supuesta relación con amigos poderosos: Si la solución a tu problema no avanza, avísame, les decía a los que todavía no conocían su fanfarronería; conozco a las personas indicadas para resolverlo. Luego, si le tomaban la palabra, se dedicaba a darles largas.
Obligado a convertirse en el reportero oficial de doña Julia, ahora le divierte atestiguar trifulcas. Sus preferidas son las que ocurren entre mujeres, porque usan una extensa lista de insultos y se dan con lo que tienen a la mano: bolsos, verduras, sombrillas. Derriban tablones y gradas con mercancía, o ruedan sobre el cochambre del suelo que no lava ni la lluvia más recia. Algunas llegan al mercado con la espada desenvainada, a la espera de otra igual con quién medirse. El motivo lo puede ocasionar un leve roce entre el mar de gente:
—¡Fíjese, pinche vieja, ni que estuviera tan gorda! —gritará una.
—¡Usted, fíjese dónde se para! —responderá la otra.
Subidos de tono los insultos, los transeúntes irán deteniendo su marcha a la espera de los golpes.
A pocas ha visto librar las consecuencias de tropezar con un niño.
—¡Oiga, le pegó a mi hijo! —exclamará una.
—Ay, ni lo toqué —dirá la otra.
—Si estoy viendo, no estoy ciega. ¿Te duele, mi amor? —preguntará la madre.
Y si la respuesta es el llanto no hay marcha atrás.
Algunas señoras provocan el pleito o pelean, confiadas en que las acompaña el marido. Las peleas entre hombres son cortas: unos puñetazos, un fierro, sangre. A veces un herido.
Aquel día del reencuentro con Emilio, las mujeres seguían jalándose del pelo cuando por el pasillo apareció una mujer de pelo crespo y aspecto desaliñado, quizá tomada, drogada o trastornada, Brandon no lo sabía, aunque la veía frecuentemente en el mercado. Les gritó sin mirarlos. Su voz parecía arañarle la garganta:
—¡Pinches chismosos! ¿No tienen trabajo qué hacer? Por eso México está cómo está. ¿Qué chingaos les importa la vida de la gente? ¡Váyanse a trabajar!
Los curiosos rieron y se dispersaron. Ellas ya se habían soltado y sólo se gritaban insultos que se confundían con las ofertas que voceaban los vendedores ambulantes: “¡Churros, churros, ¿quiere churros?!”. “¡Cómpreme uvita, patrón, uvita rica!”. “¡Lleve la pomada de Mariguanol, la auténtica pomada de Mariguanol!”. “¡Diez pesitos le vale, diez pesitos le cuesta!”. Brandon se despidió.
—¿Traes? —preguntó Emilio.
—No. Ando en horas de trabajo —respondió y volvió a empujar el diablo, buscando cómo pasar entre dos puestos de frutas sin tirar nada. Luego se detuvo—. ¿Vas a bajar el sábado a allá?
—Simón, mijamón.
Volvieron a verse el fin de semana en el pueblito. Intercambiaron números de teléfono y a ese encuentro le siguieron otros en los que comenzaron a hablar de sus vidas y de problemas cotidianos. Emilio le enseñó los sitios donde podían conseguir mariguana o coca –Brandon prefiere la mariguana–, y alguna vez le confesó que lo consideraba su mejor amigo, pero él cree que en realidad es el único.
Emilio bosteza y al estirarse eleva el cigarro y deja al descubierto la cicatriz de una quemadura en la palma de la mano derecha. Pregunta si van a otra cantina y sacude la ceniza que le cayó en la camiseta. Desde que Brandon lo conoce, siempre le ha visto limpia la ropa aunque no varía el estilo: gorra, camiseta sin mangas –a menos que un frío intenso lo obligue a ponerse una playera holgada encima– y pantalones guangos con un agujero especial en uno de los bolsillos por el que, le contó, puede esfumarse, de ser necesario, una navaja que llama mi amiga del bolsillo izquierdo.
—Vamos al Salón Veintiuno, ese —propone Emilio, abriendo los ojos como si fuese una excelente oferta—. Quedaron de caer allá unas morras bien buenas.
Responde que no puede. La experiencia le advierte que Emilio llama morra bien buena a cualquier mujer que, sin importar la edad o complexión, use falda corta y escote.
—O le hablo alArqui, jomi —insiste Emilio—. Él nos pagaría las chelas en un buen bar.
—No puedo. Voy a salir mañana con mi novia.
—Yo también quedé de guachar a mi morra, creo que la preñé. —La sonrisa parece de presunción.
—No mames. Ya tienes un hijo, ¿para qué quieres más?
—Ya te dije que ese niño no es mío. Nos echamos otra y luego te vas, jomi.
—Nel, ya es tarde. Y escucha lo que te digo: todavía están a tiempo de abortar.
Se levanta y se despiden. La mesera se interpone entre él y la puerta, luego sus dedos le están cerrando la bragueta. Oye la risa de Emilio.